lunes, 5 de noviembre de 2012



SUCESOS | 04/11/2012
Crónica: "Que nadie condene a Agustina"
En la punta del cerro en Petare Norte, las madres de los malandros temen por ellas “las mujeres ya no desaparecen sólo víctimas de la violencia intrafamiliar sino por violencia del hampa”

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     Crónica: "Que nadie condene  a Agustina"

Imagen referencial (Créditos: Reva)

Marianella Durán / mestilitad@gmail.com
Especial para Últimas Noticias

Al sentarse en la mecedora llora y tiembla.. Seca el rostro con la punta de la bata rosa pálido. Masculla en su refugio sobre la herencia de sus actos desatinados  , los que ahora de mayor paga aunque sea una matrona en la punta del cerro de uno de los barrios de Petare Norte, donde arrancó 2012 con un doble asesinato.

De joven, mientras fue carne fresca le tomó decisiones que algunos juzgarían mal, sobre todo los que vieron cuando guardaba las armas a los malandros en su rancho. Ya adolescente la violencia le quitó la honra encarnada en su padrastro. En la centrífuga donde se puja la vida, su cría mayor, mientras tanto, calcó el ejemplo.

“Mire mija, la droga lo pone así. Sintiéndolo en el alma, voy a tener que ir otra vez a la Fiscalía. Hasta hace nada me llenaba la sala de chalecos antibala y pistolas”.

Vileza del destino contra Agustina -nombre figurado para no someterla a más riesgos-, madre de uno de esos muchachos que le quitan la vida a otros en Caracas, sin miramientos, porque les es peor vivir como unos santos.

Zumbando proyectiles que van a ninguna parte pero que al final le caen a alguien, viaja en moto la prole de Agustina.

“Es un malandro -se revela en voz alta con pesadumbre-, el día que yo fui a denunciarlo a la Fiscalía, la funcionaria me preguntó: ¿Por qué denuncias a tu hijo?, y yo le dije: Está en drogas. ¿Ha lesionado a alguien?, y le respondí: Sí. Entonces me contestó: Mira chica, tu hijo lo que es, es malandro, un malviviente. A mí me dolió mija, pero sabía que era verdad… y voy a tener que ir de nuevo porque si sigo como estoy, no voy a durar mucho”.

En manos de la violencia del hampa. Aparte de ser “una de las regiones más desiguales del mundo -Latinoamérica y el Caribe-, es la que posee los mayores índices de violencia, que afecta sobre todo a mujeres, niños y niñas”, señala el estudio del Secretario General de Naciones Unidas sobre la Violencia contra los Niños y Niñas, de Paulo Sérgio Pinheiro.

Según la Gran Misión A toda Vida Venezuela, unas 5.152 mujeres que murieron violentamente en 2011, tal y como lo refiere el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc).

Aunque este número frente a la cantidad de hombres que fallecen en las calles y barrios no disputa la prevalencia, tampoco es invisible: “las mujeres ya no desaparecen sólo víctimas de la violencia intrafamiliar sino por violencia del hampa”, sustenta el Informe Alternativo del Observatorio Venezolano de los Derechos Humanos de las Mujeres, divulgado el año pasado.

Entre 1995 y 2009 murieron como blancos de metralla 6.120 mujeres, según registran los Anuarios de Mortalidad del Ministerio del Poder Popular para la Salud, única información realmente rigurosa y más reciente donde se aprecia la situación de las muertes a mujeres, afirma el especialista Luis Cedeño, de Paz Activa.

En promedio, estas estadísticas arrojan que de un total de 98.673 homicidios ocurridos en el país, 6,2% corresponde a mujeres, mientras en el mundo 2,6 mujeres fueron asesinadas por cada 100.000 habitantes en 2011, refiere el último informe de la Organización de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.

Parece que presente en todos los reportes está la violencia de género; sin embargo, “las mujeres en demasiados espacios públicos deben temer (en Latinoamérica) homicidios, el secuestro”, recordó Unifem en marzo de 2007.

“Muchas mujeres y niñas”, enfatiza el Informe sombra, en una certificación cualitativa, sucumben al estar en el momento equivocado en sus casas cuando los maleantes van tras sus oponentes y en venganza se salda la deuda con el asesinato de ellas, porque los muchachos, allá en la cúspide donde vive Agustina, tienen problemas con los del barrio de al lado, del que los separa una pared y una calle.

Son adolescentes con sus tocantes “culebras”, por las que bajamente liquidan a sus compañeras de cama.

“Cuando quieren salir del problema ya no pueden, como dicen ellos: tienen su culebra, y culebra viva es culebra que te va a matar o tú tienes que matar… Aquí se nos han ido los muchachos como tú no te imaginas, mija, y me da dolor”.

Máquinas de reciclaje. Las mujeres que logran sobrevivir intentan trepar la trocha escarpada. Son adolescentes aproximándose a la mayoría de edad, con hijos de criminales muertos. Buscan trabajo para dar de comer sin tener madurez ni conciencia ni ganas de encargarse de nadie. “Ellas no piensan en eso”, reflexiona la mujer de 57 años. En el afán de congelar el hambre, las mamás dejan solos a los niños en los ranchos o al cuidado de cualquier persona. “Una gente que ellas no saben si los niños se bañaron, comieron, o si les hacen una ociosidad. Esos muchachos van creciendo en el mismo entorno sin orientación”, condena Agustina no sin cierta ligereza de pulso.

En el reciclaje que se experimenta por sus caminos “hay unos niñitos, de 7 u 8 años que yo los conozco, que dicen: ‘si a mi papá lo mató la banda X, cuando yo sea grande le voy a matar también los hijos a él’. A los de 5 años, tú los ves como pasan con las manos simulando una pistola y dicen:
 plooooomooooo… Entonces, estas mujeres que ya le parieron a uno y lo mataron, van y le paren a otro malandro, así son dos o tres muchachos huérfanos”.

Ellas no se casan, buscan a alguien que les cuadre la caja a riesgo de morir andando en una moto con sus parejas, es el medio predilecto de esos novicios delincuentes venezolanos mientras hacen que los chiquitos les huelan y sigan el rastro.

 “Procuran que los muchachitos se vuelvan malos. Los montan en una moto y les dicen: toma, llévame esto tú ahí, en un morralito como si fueran al colegio, y ahí va la droga. Y es muy raro que la policía pare a un estudiante. A los 11 les dan una pistola… pero si la madre los estuviera observando…”.

Sin autononmía. En la campaña Únete de la ONU hacia octubre de 2009 se informó que “Las mediciones a nivel regional muestran 32,6% de mujeres urbanas y 34,1% de las que habitan zonas rurales de 15 años de edad en adelante que no estudian y no cuentan con ingresos propios”. No hay autonomía económica para las latinoamericanas, lo cual las hace vulnerables y “las expone a la violencia”.

Para la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Cepal (Comisión Económica para América Latina), en 2011 el desempleo en Venezuela estuvo entre los más altos de la región. Para julio de 2012 Elías Eljuri desglosó que la población desempleada está en 1.065.947 personas, de las cuales 470.377 son mujeres.

El Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea) también observa que, en 2011, de cada 12 personas empleadas, 7 eran hombres y 4 mujeres, citando el proyecto de Ley de Presupuesto de 2012 y confirmando la misma tendencia de 2010.

Mientras, aumenta la ocupación en el sector informal de la economía con un crecimiento de 249.150 personas, “más de la mitad son mujeres con 132.162. La informalización del trabajo femenino es una tendencia estructural”, retrata el OVDDHHM.

El susto en el cuerpo. Agustina tiene el azúcar alta, pero lo que hay para almorzar es chuleta ahumada, arroz blanco y tajadas de plátano frito. Es la ración que le trae su hija de unos 30 años, pues casi no sale de su confín de 6 por 4 metros cuadrados para evitar toparse con el torturador que alumbró.

 “Yo tengo una casa bien bonita, era bien amobladita, era con paredes como las de un apartamento. Cuando mi mamá murió, mi hijo agarró esto -donde vive ahora-, y lo llenó de granadas, pistolas, chalecos, parecía un almacén de armamento. Tuve que alquilar allá y venirme para acá para que él no me tuviera nada aquí”.

Por la parte externa de la casita de Agustina hay agujeros de balas en la pared; menos mal que no cruzaron la puerta de hierro de escaso grosor que la protege. Siente el correteo en la noche, el tráfico de personas que se adentran en el callejón, extraños que preguntan por los vecinos, por su hijo. Gritos.

 Sube la temperatura de las palabras, jaleo, hasta que alcanza a dormirse cuando afuera ya no hay más que expender, cuando el sexo prematuro desflora. Luego la culpa y el tropel de responsabilidades indeseadas hierve el carácter de las muchachas. “Es demasiado duro el múltiple rol que le toca a la mujer de este contexto”, repite Gloria Perdomo, directora de la Fundación Luz y Vida, anclada en el Casco Colonial de Petare.

Hay 14.559.888,8 venezolanas (INE, 2012); siendo 336.931 las habitantes de este infiernito capitalino, según la Gerencia Estatal de Estadísticas del estado Miranda.

Vestidas con estigma. “A esta mujer le toca ser proveedora, tiene que salir a la calle a buscar el sustento, a trabajar, y simultáneamente tiene que asegurar la formación moral y la socialización de ese muchacho; tiene que protegerlo, las maestras quieren que hagan las tareas, que los recuperen, que los integren, que los asistan en el acompañamiento de los deberes escolares, y todo le corresponde a una mujer sola que es jefa de hogar, la que abastece el hogar, y entonces la gente del barrio y los vecinos y los maestros y el resto de la comunidad la acusan y dicen que lo que pasa es que esa mujer no sirve”.

Y de qué mujer se está hablando se pregunta Perdomo, y contesta: “hay muchachitas de 14, 15, 16 años que ya salen embarazadas, y nosotros como país, como sociedad y como familia le estamos exigiendo a esa mamá que tenga la preparación, la altura, la calificación para asegurar un muchacho impecable, y no es más que una criatura que a la vuelta de 10 años tiene 25 años de edad, y de quien a su vez no fue tampoco ni informada ni acompañada ni apoyada, en su proceso de formación de maternidad”.

De hecho, Agustina “se dejó” del padre de sus hijos y tuvo otra pareja que no aguantó la presencia del vicioso.

“Ellas buscan a alguien en quién apoyarse, y cada vez que buscan a alguien se equivocan, lo que hacen es dejarlas preñadas con un nuevo muchacho, una nueva responsabilidad y vuelven a caer”, relata a quemarropa la socióloga.

Las mamás de malandros quieren sacarlos de ese mundo, pero “no saben cómo, y en un momento determinado cuando se enfrentan a la policía, protegen a su hijo. Y les toca decir que no es malandro, les toca ser ante el muchacho alguien crítico, pero ante el vecino protegerlo, taparlo”; sus mentes están ocupadas con el insomnio, la depresión, la angustia, los deseos de suicidio, el aislamiento, revelan las devastadoras consecuencias que genera la violencia en la salud mental de las mujeres, anota Ofelia Álvarez, de Fundamujer.

Con sus pequeñas manos, Agustina frota y frota el ruedo de la bata. Dice que se quiere morir. De pronto solloza de nuevo cuando escucha pisadas detrás de la puerta que está atada con un trozo de tela al pedazo de bloque desnudo. Se asusta porque cree que pone en peligro a su interlocutora. Su psique, su alma confusa, no tiene paz. No hay paz. “Llegó mija, tenemos que parar. Que no te vea mucho. Espero que se vaya pronto a San Félix, allá debe presentarse en unos tribunales por lesiones. No sé qué ha hecho, pero tengo miedo mija, por mí”.


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